Mujer ante el espejo, de Pierre Bonnard
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Sara, un día más, hace que dormita en su cama, sus ojos está hinchados y rojos, cada noche se rompe en lágrimas. Hace casi dos años que ha muerto su amante esposo, dejándola viuda a los treinta y cuatro años, llevándose con él su pasión y sus ganas de vivir. Sara ha estado deambulando como un fantasma y su piel se ha vuelto una gruesa corteza de hielo. No ha hecho más que ir muriendo cada día un poco más.
Se queda tumbada con el corazón brincando en el pecho, revelándose ante la falta de emoción. Fuera, se escucha el despertar de la vida después del frío invierno. Siente unas súbitas ganas de observar el bullicio exterior. Se incorpora lentamente, se lava el rostro y se peina. Está ante el espejo, pero no se ve, es igual que esté o no hermosa. Abre la persiana, la puerta y sale al balcón, allí se queda acodada mientras el sol acaricia su piel intentando derretir su hielo.
Sara observa desde su fortaleza como se desenvuelve el mundo a su alrededor. Los niños chillando en el parque de enfrente, parejas que pasean agarrados de la mano o que se paran en una esquina para beberse los ojos y besarse. Siente un aguijón en su corazón, recuerda como la miraba Juan, como si no existiera otra mujer en el mundo, como si su belleza le colmara y no necesitara nada más, le hacía sentir preciosa, importante, plena. Una solitaria lágrima abre camino por su rostro, por si sus compañeras se animan a seguirla.
Huele a azahar y a hierba recién cortada, huele a vida, a ilusión, a amor y a deseo. Siente punzadas en la parte baja de su vientre y se da cuenta que tiene un apetito voraz que no se sacia con comida. Necesita sentir, le duele el cuerpo tanto tiempo insensible. Mira de forma curiosa a los hombres solitarios que cruzan bajo su ventana y fantasea con ellos. Este parece un amante tierno, aquel fuerte e impetuoso. ¿Qué necesitaría ella?
Su mirada va vagando hasta tropezarse con la mirada de un apuesto hombre. Está sentado en un banco del parque justo enfrente de su ventana. Lleva un cuaderno en el que está trabajando mientras la observa. Sus ojos se quedan enganchados a sus oscuras pupilas como si éstas estuviera imantadas. Entonces, él le hace unas señas, indicándole que baje.
Sara se queda paralizada sin saber qué hacer. Su cerebro y su corazón la dejan clavada en el suelo, pero su cuerpo hace una fuerza sobrehumana para llevársela, se estaba marchitando y necesita que lo rieguen. Se pone en marcha indecisa, sale a la calle con su ligero camisón negro de algodón y se presenta delante de su observador. Él, arranca la hoja de la libreta, la dobla en dos y se la tiende, mirándola con admiración, de una forma que despierta su añoranza. Se despide y se marcha de forma apresurada.
Sara llega a su piso, y ya a solas, desdobla la hoja. Es un retrato suyo. Hermoso. Demasiado hermoso. Sus rasgos están idealizados. ¿De verdad la ve así? Al fondo pone :”Llámame, por favor al 645654456. Arturo”. Sara no sabe qué hacer.
Observa una vez más el retrato. Sus labios parecen mucho más sensuales, se los toca con la yema del dedo índice imaginando que es él quien se los toca para dibujarlos, y, bajo su contacto, se transforman. Su mentón y su cuello se ven más definidos y estilizados. Baja con su dedo transformándolos. Imagina como dibujaría su cuerpo, con sus manos sigue su contorno transformándolo y haciendo que se estremezca. Se desnuda y se planta ante el espejo, mirándose al fin, dibuja con sus dedos sobre su cuerpo, sintiendo como si fuera él quien lo hiciese. El hielo se derrite. Ella tiembla y suspira volviendo a la vida.
Toma el retrato que había dejado sobre la mesa, y, decidida, comienza a marcar su número en el teléfono.
Volver a sentir es un relato de Patricia Mariño.
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